miércoles, 7 de septiembre de 2011

Derecho a la vulgarización

Tras largos años de escuela, las circunstancias de la vida y el eventual trabajo que va surgiendo hace que poco a poco me plantee seriamente algunas de las dudas que vengo arrastrando desde siempre. La formación del arquitecto, desde el punto de vista más amplio, afecta a todos los aspectos de la vida, cumpliendo con aquello que dijo nosequien de que el arquitecto es un profesional que sabe un poco de todo y nada en profundidad.
Es evidente que los arquitectos son gente bastante pretenciosa y suelen creerse siempre en posesión de la verdad absoluta (y si lo dudas, toma como muestra este blog...) y por este motivo, casi todos tenemos la extraña voluntad de intentar abrir los ojos de la gente cuando trabajamos para ellos.
De un modo u otro, se intenta crear algo especial con nuestro trabajo. Conducir al cliente a una nueva forma de vida a través de la arquitectura, sin plantearnos, muchas veces, por qué motivo actuamos así. Y es que pasando del debate sobre quien alimenta el ego de quien, hay casos tan absurdos que parece mentira que sigamos intentándolo.
Sin poner ejemplos para hacer sangre (quien quiera carnaza que se pasee por un barrio modernito, hijo de la era de la fachada ventilada de colores) quiero reivindicar desde aquí el derecho de las personas a ser vulgares. Vulgares de verdad. Tan vulgares que no se les pueda diferenciar del resto. Porque son del resto o por lo menos, quieren parecerlo.
A partir de ahora, buscaré la manera de saciar la vulgaridad del mundo, con propuestas tan vulgares y normalotas que duelan a los ojos del arquitecto snob. Y algunas veces, en la oscuridad de mi cubículo, fantasearé con la posibilidad de construir un castillo tenebroso para algún cliente siniestro que desee sentirse especial y busque asustar a la gente y robar los balones que caigan en su jardín.